Descripción
Capítulo 9: Carencias espirituales
«Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor». Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos, y no meto mi mano en su costado, no creeré»»
(Jn 20,24-25).
1. ¿Enemigos pequeños?
La carne y el mundo son, como hemos visto, los dos obstáculos más importantes que nos encontramos en el camino de la conversión, pero no son los únicos. Y bien podemos decir que éstos cuentan con la colaboración de otros, sin los cuales sus éxitos se verían reducidos en buena parte. Si tuviéramos, por ejemplo, un conocimiento profundo de las ventajas que acarrea vivir en el Espíritu, y al mismo tiempo de los problemas que origina la rendición a la carne o al mundo, sería mucho más fácil nuestra lucha contra tales enemigos, porque nuestro esfuerzo se multiplicaría. Por eso, recordando aquello de que no hay enemigo pequeño, vamos a dedicar un espacio para la reflexión sobre estos aliados de los enemigos principales, a los que daremos el nombre de carencias, porque se trata de algo que deberíamos tener y no tenemos, o no lo tenemos en grado suficiente como para que resulte visiblemente útil y eficaz.
2. La conversión primera
Creo sinceramente que el principal problema de la mayoría de los cristianos que intentan seguir con cierto grado de sinceridad al Maestro Jesús de Nazaret, tiene que ver con la conversión inicial: nunca han llegado a un verdadero encuentro personal con Jesús como su Salvador y Señor personal, nunca ha habido un verdadero despegue de la posición en la que han nacido y han ido creciendo, y donde están recibiendo las atenciones masivas que se les da como a rebaño más que como a ovejas. En definitiva, están siguiendo unas costumbres, participan de unos ritos, viven unas leyes, pero no van más allá. ¿Cómo se les puede pedir que hagan un Camino que no han descubierto, que beban de una Fuente, de cuya existencia apenas tienen noticia, o que sigan a un Pastor, del que han oído hablar pero a quien nunca han conocido de cerca?
Tengo la impresión de que la situación interna de la Iglesia de nuestros días está clamando por una primera conversión masiva. A un árbol que está empezando a crecer no se le puede dar el mismo tratamiento que cuando es adulto, ni se puede esperar que dé los frutos que no está en condiciones de dar; lo que necesita es un cuidado que lo lleve al crecimiento, sabiendo que el fruto de mañana depende de los cuidados de hoy. Si no se sigue este tratamiento, el árbol nunca crecerá y nunca dará buen fruto. Algo así es lo que puede estar pasando entre nosotros: es posible que no se acometa certeramente la primera etapa de la plantación y el crecimiento, como es posible que no se haga con el suficiente acierto o con toda la entrega necesaria, y hasta es posible que no se cuente con agricultores espirituales suficientes o suficientemente capacitados para este cometido. Lo mismo que del árbol pequeño no podemos esperar el fruto del árbol grande, tampoco del cristiano subdesarrollado se pueden esperar los frutos que corresponden a la madurez. Si el profeta Oseas estuviera entre nosotros, tal vez nos dirigiría también aquellas palabras que dijo a Israel de parte de Yahveh:
«Yo quiero amor, no sacrificio; conocimiento de Dios, más que holocaustos» (Os 6,6).
A poco que se reflexione sobre nuestra situación actual, se tiene la sensación de que no se da mucha importancia a esta conversión inicial de los cristianos. Parece como si la recepción periódica de algunos sacramentos fuera suficiente garantía de calidad cristiana, cuando la realidad es que también se ha perdido en buena parte la admiración y la valoración por los sacramentos, quedando reducidos en muchas ocasiones a un acto de culto comunitario al que, en opinión de muchos, se puede asistir o dejar de asistir sin hacerse problema de conciencia. ¿Por qué hay fechas concretas del santoral en que se llenan las iglesias con personas que sólo en ocasiones excepcionales acuden al templo, mientras permanecen medio vacías los días festivos ordinarios? ¿Por qué mucha gente que de ordinario no aparece por la iglesia no tiene inconveniente en pasar a comulgar el día que asiste sin una reconciliación previa? ¿Por qué el sacramento de la reconciliación ha pasado a ser un recuerdo para muchos, que defienden que bastante tienen con confesarse con Dios? ¿Por qué hay con la sexualidad tanta condescendencia, que se puede ver una película erótica sin darle importancia, o un empresario de etiqueta «muy cristiana» puede tranquilamente poseer salas de exhibición de películas con cualquier calificación moral —o mejor dicho, inmoral— y no se sonroja? ¿Cómo es posible que las celebraciones del día de santa Águeda comiencen con una misa por la mañana y terminen con una exhibición de desnudos masculinos, en la que una parte de las mujeres asistentes son de las que han ido a misa por la mañana, y se queden tan tranquilas?
Creo que se puede afirmar que en la vida de todas estas personas no ha habido todavía una conversión real, y que detrás de tales comportamientos hay un problema de engaño y de desconocimiento de la auténtica realidad evangélica o de un simple uso de las cosas de Dios para sus intereses particulares. Al margen de sus apariencias y de sus etiquetas, su servicio es a la carne y al mundo, donde moran y de los que viven. De estos diría el profeta Isaías:
«Este pueblo me alaba con la boca, y me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí y el culto que me rinden es puro precepto humano, simple rutina» (Is 29,13).
3. Problemas de fe: duda, miedo, seguridades
En la vida en el Espíritu es imposible un crecimiento sostenido, si no va acompañado de un crecimiento simultáneo de la fe. Al fin y al cabo la fe es, por definición, el cimiento que sostiene nuestra vida cristiana, en cuanto que es «la prueba de las realidades que no se ven» (Hb 11,1). Ahora bien, la fe no puede pasar por alto la oposición de otras realidades de la vida que le son antagónicas, de tal modo que si no prevalece sobre ellas, pagará las consecuencias con la derrota. Me refiero en particular a las siguientes, que son especialmente peligrosas: la duda, el miedo y las seguridades. Por naturaleza, son opuestas a la fe, de tal modo que si ésta crece, aquéllas disminuyen; y si ellas crecen, disminuye la fe. En cualquier caso, son incompatibles y se estorban mutuamente.
A) La duda. Es en parte resultado del vacío de fe, pero también es un factor activo de la mente humana, que se siente incapaz de penetrar las verdades que se le proponen y tiende a rechazarlas o no aceptarlas. Es además, el instrumento que siempre tiene a mano el Maligno para atacar la fe, y que sabe usar con una habilidad impresionante. ¿Podemos olvidar que es la primera herramienta que usa en la historia de la humanidad, en la primera tentación y en el inicio mismo de la tentación a Eva? Según la narración del Génesis, el primer ataque del Maligno fue de esta manera:
«¿Así que Dios os ha dicho que no comáis de ninguno de los árboles del huerto?» (Gen 33,1).
El diablo conoce muy bien el poder de la duda sobre la mente del hombre, oscurecida y debilitada por el pecado, así como su superioridad intelectual sobre la humanidad. Juega con tal ventaja que, cuando el hombre acepta el reto de razonar con el diablo —algo que hace con más frecuencia de lo que piensa— difícilmente escapa a la derrota. La duda estorba la fe de dos modos: entreteniéndola y atacándola. La entretiene con sus planteamientos e interrogantes sobre las realidades espirituales que no puede entender y quisiera entender; y la ataca, cuando rechaza de plano las verdades reveladas que la fe acepta y sostiene, y de acuerdo con las cuales quiere manifestarse.
Nuestro tiempo se ha convertido en un campo abonado para la duda. La verdad está hoy en crisis. Hay crisis de verdad en esta sociedad, que durante siglos ofreció unos principios religiosos, éticos y morales aceptados como válidos de generación en generación. Muchos jóvenes y numerosos adultos de hoy no aceptan normas de conducta; se limitan a seguir sus inclinaciones y caprichos —que son los de la carne—, o se rebelan contra las normas establecidas y rechazan en la práctica todo principio de autoridad. La institución familiar está gravemente enferma, las relaciones humanas son la mejor expresión del egoísmo viviente, pocos tienen ideas claras acerca de lo absoluto y lo relativo, de la verdad y la mentira, del bien y del mal, porque nuestra sociedad ha prescindido de referencias absolutas en las que orientarse. El afán de hedonismo arrasa y la sociedad ha prescindido de Dios para constituirse ella misma en su propio dios.
Este mal ha alcanzado a las iglesias cristianas: en ciertos ambientes se ha puesto en duda la credibilidad de la Biblia como fuente fidedigna de la verdad; la aplicación del método histórico-crítico a la Biblia, como si fuese un libro cualquiera, ha generado un mar de confusión doctrinal y moral dentro de las iglesias cristianas. Pero el ataque más dañino ha sido envolver la Palabra de Dios con la duda. Así, la verdad bíblica está sujeta a las investigaciones científicas, no pudiendo dar nada por definitivo, sino que hay que esperar a posteriores descubrimientos. Pero la Palabra de Dios tiene un juicio duro para el hombre que se deja llevar por la duda:
«El que duda se parece a una ola del mar agitada por el viento y zarandeada con fuerza. Un hombre así no recibirá cosa alguna del Señor; es un hombre de doble vida, un inconstante en todo cuanto hace» (St 1,6-8).
B) El miedo. Es una manifestación patente de la falta de fe. No estamos hablando del miedo como mecanismo de defensa de la naturaleza humana frente a un peligro, que es algo lógico y necesario, sino del que provoca la falta de confianza en Dios, en su Palabra, en su amor y en su poder. Estando Jesús con sus discípulos en una barca, se levantó tal tempestad que las olas cubrían la barca y estaban a punto de perecer; entretanto, el Maestro dormía. Los discípulos, atemorizados, se dirigieron al Maestro y
«… le despertaron diciendo: «Señor, sálvanos, que perecemos»» (Mt 8,25).
Pero la respuesta de Jesús dio un giro a la conversación y desvió su atención hacia otro centro de interés:
«Díceles: «¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe?»» (Mt 8,26).
Pero, ¿no es razonable y sensato que los discípulos tuvieran miedo a la vista de las olas y del peligro de perecer en que se encontraban? No hay otra lógica posible pensando humanamente. Ese fue el problema: que pensaban humanamente, mientras el Señor les hizo ver que ya era hora de que pensaran desde la fe. Por esto, en su pregunta van unidas las dos palabras: miedo y fe. Más aún: les acusa abiertamente de su falta de fe, que se hace evidente por el hecho de tener miedo. No trata de eliminar algo que es natural, y que por lo mismo viene de la mano creadora del Padre, sino que se sorprende de que a estas horas su miedo sea todavía mayor que su fe, y de que en el enfrentamiento que han tenido ahora con ocasión de la tormenta en el lago, haya salido vencedor el miedo y derrotada la fe.
¿No es una experiencia igualmente frecuente en nuestra vida de discípulos? ¡Cuántas veces podría decirnos también a nosotros el Maestro: «hombres de poca fe»! Una señal de que no avanzamos en la conversión es que nuestra fe suele estar «estabilizada». ¡Como si esto fuera un mérito para aspirar a medalla! Entre otras razones, tal vez no nos damos cuenta de que el mejor método para que la fe crezca es el de la práctica. Otro gallo nos cantaría si, en vez de conformarnos con sólo pedir al Señor que nos aumente la fe, como si todo dependiera de él, nos esforzáramos en practicarla todos los días, en cada ocasión que se presentara, como si sólo dependiera de nosotros. ¡Cómo íbamos a sorprendernos nosotros mismos de su crecimiento!
Una expresión muy frecuente del miedo es la que tiene lugar cuando escondemos nuestra fe, apartando cualquier signo exterior que pudiera identificarnos como discípulos de Cristo; o cuando dejamos de confesar la fe, algo que sucede cuando se producen en presencia nuestra o en nuestros ambientes situaciones puramente mundanas o carnales, contrarias a nuestra fe, y optamos por un silencio que tratamos de justificar con argumentos sin base, como el de la prudencia, la tolerancia o la caridad, siendo que el único móvil para permanecer en silencio es en realidad el miedo a hacer el ridículo. En verdad, nuestra habilidad para escamotear la confesión de la fe no tiene límites. Sin embargo, la Escritura dice:
«Si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo. Porque con el corazón se cree para conseguir la justicia, y con la boca se confiesa para conseguir la salvación» (Rm 10,9-10).
C) Las seguridades. Otro enemigo acérrimo de la fe son las seguridades, que vienen a ser, en definitiva, una de las demostraciones más claras y palpables de nuestra falta de fe. El hombre natural necesita estar rodeado de seguridades. De hecho, todo lo que el hombre hace tiene esta finalidad, aunque no lo piense mientras hace las cosas. Si tenemos dinero, descansamos, porque nos da mucha seguridad; sabemos que podremos comprar todo lo que necesitemos, al margen de que esté en un extremo del mundo o en otro. Si tenemos buenos médicos entre nuestros amigos, nos sentimos seguros, porque sabemos que en caso de necesidad vamos a estar en buenas manos y velarán por nuestra salud con todas sus capacidades, que son muchas. Quien tiene un coche blindado, se siente seguro porque sabe que, en caso de accidente o de atentado, está bien protegido. Si tenemos un buen trabajo nos sentimos bien, por lo que tiene de buena remuneración y de continuidad, etc.
Pero cuando entramos en el terreno espiritual, nuestras seguridades —todas esas cosas que el mundo tanto busca y tanto aprecia— no nos sirven más que de estorbo, porque no dejan que la fe pueda manifestarse y crecer; son un contrapeso para ella por la sencilla razón de que mientras podemos solucionarnos los problemas con medios humanos que podemos controlar, no pensamos ni por un momento poner en marcha los mecanismos de la fe, cuya administración no está en nuestras manos, sino en las de Dios. Y en el fondo nos preguntamos: ¿Y si Dios tuviera en este asunto otro plan distinto del que yo pretendo y no me agradara? Por eso, tratamos de no darle entrada mientras podemos solucionar nosotros los problemas. En realidad estamos demostrando nuestra falta de fe en el amor de Dios, en su providencia y en su poder. El discípulo que tiene fe verdadera, está en sintonía con el profeta, cuando dice:
«Aunque la higuera no eche sus brotes, ni den su fruto las viñas; aunque falle la cosecha del olivo, no produzcan nada los campos, desaparezcan las ovejas del aprisco y no haya ganado en los establos, yo me alegraré en el Señor, tendré mi gozo en Dios mi Salvador. El Señor es mi señor y mi fuerza, él da a mis pies la ligereza de la cierva y me hace caminar por las alturas» (Ha 3,17-19).
¿Difícil? Por supuesto. El Señor nunca dijo que fuera fácil ser discípulo suyo, sino todo lo contrario. Nos llama a vivir en él esta vida de fe plena, que es el resultado de una conversión diaria, de una insatisfacción permanente de nuestro estado actual, de inconformismo por nuestra falta de radicalidad, de desprendimiento frente a todas las seguridades que nos ofrece el mundo o incluso nuestras propias estructuras eclesiales, de desapego frente a todas las ataduras sensuales y sentimentales que no están purificadas en él, sabiendo que el éxito no está en que lo hayamos conseguido, sino en que lo estamos intentando con todas nuestras fuerzas, a ejemplo de Pablo que dice:
«No que lo tenga ya conseguido o que sea ya perfecto, sino que continúo mi carrera por si consigo alcanzarlo, habiendo sido yo mismo alcanzado por Cristo Jesús» (Flp 3,12).
Finalmente, la fe es esencial en nuestra lucha contra los enemigos de la conversión, hasta el punto de que sin ella no hay victoria posible, como nos hace ver la Escritura:
«Lo que ha conseguido la victoria sobre el mundo es nuestra fe» (1 Jn 5,4).
«Embrazando siempre el escudo de la fe, para que podáis apagar con él todos los encendidos dardos del Maligno» (Ef 6,16).
ÍNDICE
Prólogo
Introducción
1. LA CONVERSIÓN
1. Antecedentes
2. Explicación del término
3. La parte de Dios
4. La parte del hombre
2. LOS CICLOS DE LA CONVERSIÓN
1. Una terapia universal
2. Separados de Dios
3. El hombre sirve a otros dioses
4. Cambio de opinión (metanoia)
5. Cambio de conducta (epistrofe)
3. CONVERSIÓN A LA LEY
1. La conversión es una
2. La referencia de la Ley
3. La rebeldía de Israel
4. Dios sigue llamando
5. Volver a Yahveh
6. Sometimiento a la Ley
4. CONVERSIÓN A JESUCRISTO
1. Juan, mensajero para un tiempo nuevo
2. Jesucristo, referencia de la nueva conversión
3. El mandato de predicar la conversión
4. La predicación de la conversión en la Iglesia
5. QUIÉN TIENE QUE CONVERTIRSE
1. La conversión es para todos
2. Los que están alejados de Dios
3. Los que vagan por las fronteras
4. Los ciudadanos del Reino
6. SIGNOS DE CONVERSIÓN
1. Declaración de guerra
2. Buscar el rostro de Dios
3. Clamar a Dios
4. Escuchar la Palabra de Dios
5. Servir a Dios
7. UN ENEMIGO DE LA CONVERSIÓN: LA CARNE
1. Localización de obstáculos
2. ¿Qué es la carne?
3. ¿Dónde está la carne?
4. El poder de la carne
8. OTRO ENEMIGO DE LA CONVERSIÓN: EL MUNDO
1. ¿Qué es el mundo?
2. El verdadero rostro del mundo
3. El poder del mundo
4. Pasividad
5. Condescendencia
9. CARENCIAS ESPIRITUALES
1. ¿Enemigos pequeños?
2. La conversión primera
3. Problemas de fe: duda, miedo, seguridades
10. CARENCIAS HUMANAS
1. Problemas de conocimiento
2. Problemas de voluntad
3. Rutina
4. Carencias externas
11. ESTÍMULOS PARA LA CONVERSIÓN
1. Dios llama a conversión
2. La acción interior del Espíritu
3. La Palabra de Dios
4. La disciplina
5. Las pruebas
6. La paciencia de Dios
7. Circunstancias, personas, acontecimientos
12. LA PEQUEÑA PARTE DEL HOMBRE
1. ¿Realmente pequeña?
2. Dos perspectivas diferentes
3. La lucha contra la carne
4. Victoria sobre la carne
5. La lucha contra el mundo
6. Victoria sobre el mundo
7. El enemigo invisible
13. BENDICIONES DE LA CONVERSIÓN
1. Más allá de las dificultades
2. La razón suprema del amor de Dios
3. Hacia la plenitud de la nueva vida
4. Desarrollo de la filiación divina
5. Deificación
Recordatorio
Apéndice